Por Marilú Acosta
El cerebro tiene mecanismos de eficiencia que acorta los procesos bioquímicos que se necesitan para razonar, con el objetivo de disminuir los tiempos de respuesta ante estímulos externos. Es decir, para poder responder siempre de la mejor y más rápida manera ante algo que ponga en peligro nuestra integridad o nuestra vida, el cerebro no piensa completo sino que toma puntos en común con algo del pasado y salta a conclusiones. Esto es sumamente importante cuando el cerebro recibe la información de “olor a depredador” y antes de ponerse a investigar detalles sobre el depredador, sólo piensa: depredador=>peligro=>salvarse=>corre. Y corremos. Ya después pudiéramos reevaluar si fue necesario o no, hacerlo. No en todos los casos hay una reevaluación, a veces simplemente el cerebro dice: ¡uff! De la que nos salvamos. Y continúa con su vida. Con el paso del tiempo, y si se acostumbra a dejar de reevaluar, el cerebro puede rigidizarse y defender sus saltos a conclusiones hasta considerar que quien reevalúa es el depredador mismo, es decir, reevaluar se convierte en un peligro inminente. Puede parecer sensata esta eficiencia, “por que nos salva, nos protege y mantiene con vida”. Sin embargo, cuando este mecanismo se aplica a todo razonamiento y estímulo externo, pierde todo sentido.