Por Melissa Moreno Cabrera
Decimos que somos libres, pero ¿qué tan libre se puede ser en un país donde una mujer gana 34% menos que un hombre y teme volver sola a casa?
En septiembre, los balcones se llenan de banderas, los himnos suenan en cada plaza y los discursos repiten que “somos un país libre”. Libre, dicen. Pero la independencia que celebramos —la del territorio— contrasta con la otra independencia, la nuestra, que aún no llega.
Todos los días negociamos con fantasmas antiguos: el jefe que se toma libertades en la oficina y los ascensos que se deciden en pasillos y no por méritos; las tareas de cuidado asumidas como obligación natural y la culpa heredada por poner límites; el miedo de volver sola de noche y las miradas que vigilan más tu falda que tu talento. La brecha salarial que pesa como piedras en la mochila. Eso no es libertad, es fingir.
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