Por Mónica Hernández
Cada año vemos cómo, con mayor enjundia, se instala una tradición que antes no pasaba de ser un secreto mencionado en susurros, un homenaje de pueblos originarios y una visita obligada a los panteones. El altar de muertos lo ponían pocas personas en las ciudades y muchas allá en sus pueblos, al abrigo de una iglesia o de un panteón. Un altar de muertos era un espectáculo digno de visita. Yo recuerdo de niña ir a Coyoacán, a la Casa de la Cultura y a la casa Azul a visitar los altares de muertos, que se preparaban con semanas de anticipación para recibir visitantes con cámaras y asombro.
Y llegó Disney.
Como todo lo que toca, lo transmutó en magia y en fiesta, en música y en color y convirtió el día de muertos mexicano en una celebración festiva. Explicó, porque también hay que decirlo, que en México los muertos vuelven de visita durante una noche y esperan encontrar su bebida favorita, su platillo preferido, su tabaco habitual. El gozo privado se convirtió en una fiesta a celebrar en -casi- cada casa, porque el altar de muertos hoy es como poner un arbolito de navidad. Los hay de cartón, ya prefabricados, lo mismo que de Lego, además de los de siempre, con cajas de cartón, papel picado y platillos de mole hechos de barro y veladoras.
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