Por Nelly Segura*
En la calle Mesones, los gritos de los comerciantes se mezclaban con el claxon de los coches y el eco de una bocina. Era el sonido de la Ciudad de México en los días previos al Día de Muertos: caótico, brillante, inagotable. Los puestos se amontonaban uno junto a otro, cubiertos de calaveras, veladoras, papel picado y catrinas de todos los tamaños. Cada mesa parecía un pequeño altar a la persistencia: unas figuras hechas a mano, otras recién salidas de una caja con letras chinas.
Entre ese bullicio, Don Ramón Aguilar acomodaba sus catrinas con cuidado, casi con ternura. Las limpiaba una por una, como si en cada trapo húmedo se quedara un poco de historia.
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