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Por Patricia de la Maza*
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Hay una historia que rara vez se cuenta: la de los hermanos y hermanas que crecen junto a alguien con una condición especial. Niños y niñas que, desde muy chiquitos, entienden que la atención de sus padres está en otro lugar. Que callan, que se hacen fuertes, que asumen responsabilidades que no les corresponden. A ellos se les conoce poco, casi nada. Son los hermanos en la sombra.

Lo sé porque yo soy una de ellas. Nací el mismo día que mi hermana gemela. Desde su primer respiro, la vida fue diferente para ella: la falta de oxígeno al nacer le dejó problemas de coordinación, de visión y de conducta. Eso trajo doctores, terapias, cambios de escuela, bullying y miradas que lastiman y marcan para siempre. Y es irónico, porque haber nacido así, con destinos tan distintos, no fue una elección. Llámalo suerte, azar o destino, pero yo no hice nada para merecerlo ni para evitarlo.

De niñas jugábamos como cualquier par de hermanas: a las muñecas, disfrazándonos, riéndonos de cosas simples. Todo parecía normal, aunque mi rol siempre era como de hermana mayor. Al crecer empecé a notar que algo no estaba bien. Lo más duro fue la respuesta cada vez que preguntaba en mi casa, siempre la misma, siempre cortante: “tu hermana no tiene nada.” Esa negación me hizo sentir siempre confundida, como si lo que veía y sentía estuviera mal. Me quedaba con la duda y pensaba ¿seré mala persona por pensar eso? Esa confusión me acompañó muchos años.

Al ser una hermana en la sombra entendí demasiado pronto que mis emociones pasaban a segundo plano. Que mis necesidades eran menos urgentes. Sentía que, para ser vista, necesitaba inventarme una debilidad, quería usar lentes, ir a terapia, tener lo mismo que mi hermana pues tal vez así me voltearían a ver. Pero en lugar de hacerlo, me acostumbré a callar para no preocupar porque en mi casa ya había suficientes problemas como para sumar los míos, los que aprendí a resolver sola. A veces pensaba: ¿y yo? ¿quién me va a cuidar a mí?

También crecí con contradicciones difíciles de nombrar: quería profundamente a mi hermana, pero deseaba con todas mis fuerzas que encajara, que no llamara la atención. Esa contradicción me desgarraba: defenderla con uñas y dientes, y al mismo tiempo querer que me tragara la tierra. Me convertí en su cuidadora, su protectora, su “mamá”, aunque todavía era muy chiquita.

Cómo si fuera poco, está también ese tema del que casi nadie habla. El famoso elefante en el cuarto. Esa pregunta que mi familia lleva en silencio, sin saber cómo ponerla sobre la mesa: ¿Quién se hará cargo cuando mis papás ya no estén? ¿De quién será la responsabilidad de cuidarla?  ¿y si me toca a mí? ¿y si no quiero? Son preguntas fuertes, duras, grandes, todavía me cuesta trabajo plantearlas. Toda la familia se las hace; nadie se atreve a ponerlas en palabras. Pero yo sí, constantemente. Desde pequeña imaginé escenarios enteros de mi vida, como que la persona con quien me casara debía saber desde un principio que yo traigo esta carga y me iba a tener que aceptar, eso me daba miedo… y culpa solo de pensarlo. 

Hoy me respondo a mí misma: tengo derecho a hacer mi vida, a formar mi propia familia, a salir corriendo para siempre de este escenario del que llevo toda la vida queriendo escapar. Pero ahí viene la culpa de nuevo: de querer volar, de tener logros, éxitos, disfrutar, de reírme sin pensar si alguien más en mi casa puede hacerlo. Como si tener una vida plena y feliz fuera una traición. 

Yo crecí así, en una dualidad de sentimientos constante. Entre la lealtad y el amor, la culpa y la soledad. Atravesé mi infancia y llegué  a la madurez sin mucha atención, como si fuera invisible. Hasta que un día, con tiempo y trabajo interno, mucho trabajo interno, encontré mi propio brillo.

No es una historia que cuente mucho pero eso no significa que no existe porque, aunque pocas veces lo nombre, mi experiencia dejó huellas profundas, reales.

Aun con todo lo vivido, yo elijo la gratitud. Soy quien soy gracias a esa vida, a mi hermana y a lo que aprendí al crecer en la sombra. De ahí viene mi sensibilidad, mi fuerza y mi resiliencia. Esa capacidad de transformar lo difícil en algo que deja aprendizajes, en la empatía que siento por los demás y la intuición que me ayuda a seguir siempre mi corazón.

Hablar de mi familia no es señalar culpables. Mis papás hicieron lo que pudieron con lo que tenían y aunque muchas veces me sentí invisible, hoy entiendo que también estaban agotados. Esta no es una crítica, es una invitación. Es abrir los ojos a una realidad que ocurre en muchas otras familias. Porque la inclusión no termina en la persona con discapacidad ni en sus padres, se debe reconocer y acompañar a cada uno de los hijos, darles su lugar. 

Hoy hablo por esos hermanos y hermanas. Para que se sepa que existimos, qué es lo que sentimos, qué es lo que cargamos y que también necesitamos ser vistos y salir de la oscuridad. Normalizar la vulnerabilidad y abrir conversaciones incómodas pero necesarias.

Y si tú eres mamá o papá de un hijo con alguna condición de vida, solo quiero decirte esto: sé que ha sido una lucha constante, una carrera sin línea de meta clara. Has entregado todo por el bienestar de tu hijo y eso merece toda la admiración. Pero en medio de esa entrega, te invito a voltear con ternura hacia tus otros hijos, ellos también necesitan tu mirada, tu verdad, tu tiempo. Necesitan saber que pueden tener un espacio solo para ellos, sin culpas ni cargas que no son suyas. No tener todas las respuestas, basta con hacerles sentir que también cuentan y validar lo que están viviendo. Un hijo puede necesitar más cuidados, pero todos los hijos necesitan sentirse vistos. Mirar también a tus otros hijos no significa amar menos al que crees que más te necesita; significa que todos puedan crecer con menos heridas.

La inclusión no es completa si no incluye a los hermanos. La mirada de un papá o mamá puede ser el lugar donde los hijos en la sombra encuentren luz.

*Patricia de la Maza es Life & Executive Coach. Acompaña a líderes, equipos y personas en transición a reconectarse con su propósito, superar bloqueos y transformar su energía para lograr claridad, bienestar y resultados. Es también instructora de yoga y meditación.


Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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