Por Roberta P. Tamayo, atleta/estudiante internacional de 17 años.
Dejando todo atrás, llena de incertidumbre y duda, decidí irme 86 días a estudiar a Alemania. Todo empieza en el avión (para este momento ya estaba sola), abro un regalo por parte de mi mejor amiga: una pequeña libreta que se convertiría en mi acompañante en cada esquina y me pide llenar una parte: “¿Qué cosas quieres dejar en México?”. Escribo que quería dejar el miedo a estar sola y tratar de tener el control de todo y esa palabra “control” resonó en mi cabeza durante todo el vuelo. Llegué a la conclusión de que mi miedo más grande era ese: No saber que iba a pasar en esos 3 meses y la razón era que no necesariamente iba a tener el control sobre todo lo que hacía, entonces llega otra pregunta a mi cabeza: ¿Realmente necesito tener el control de todo lo que me rodea todo el tiempo? La respuesta es muy simple: No.
El control nos retiene, nos frena de aquello que no estamos acostumbrados a hacer, no nos permite salir de nuestra zona de confort, nos limita. Decidí que este intercambio era un gran momento para dejar de estresarme sobre cosas que no tienen importancia y gastar esa energía en lo que realmente valía la pena y ello pasaba por no permitir que el control me controlara. Para que las cosas fluyan hay que entrar en un ritmo, puede ser en un examen, entrenando, compitiendo, etc., y eso es algo que aquí he encontrado: Ritmo.
Vivir en una ciudad completamente diferente a la tuya puede ir muy bien o muy mal. Por mi parte, decidí fijarme en el presente y eso significaba comprometerme con los actuales proyectos que tenía. Logré armar un horario que se ajustara a mis objetivos, deberes e inclusive a algunas cosas que quería visitar mientras estuviera en Múnich, pero todo en torno a completar mis responsabilidades.
Todo se conecta. Si no hubiera podido dejar ese control o que las cosas fluyeran, nunca hubiera podido encontrar este ritmo, nunca hubiera quedado contenta con las cosas que tengo que hacer para cumplir con todo. La escuela es mi deber y responsabilidad, el entrenamiento es mi momento de disfrutar, pero también mi responsabilidad y, al estar tan lejos de casa y sin alguien encima de mí diciéndome qué tenía que hacer, todo caía sobre mí.
Lo más difícil definitivamente es tratar de no extrañar y acostumbrarte a la soledad. Nadie te explica exactamente cómo es, cada persona tiene su propia forma de lidiar con eso. Los primeros días fueron los más complicados para mí. Entrenar sola me hacía feliz, pero al mismo tiempo me daban muchas ganas de que mi mejor amiga estuviera conmigo escalando y disfrutando de los grandes muros que tiene Alemania; que estuviera conmigo experimentando y explorando un país nuevo. Extrañaba sus abrazos y los de mi mamá cuando pasaba algo importante y me frustraba no poder marcarles por el cambio de horario. Extrañaba cosas tan mínimas como la comodidad de mi cuarto, poder bajar a la cocina a prepararme algo; definitivamente, no es fácil, pero una de las cosas que agradezco de esta situación es aprender a estar en paz con mi compañía. Al final, la primera persona que tienes es a ti, la primera persona que te va a ayudar eres tú y la que te va a mantener sana y va a cuidar de tu salud mental eres tú y nadie más.
Llegó un momento a inicios del intercambio en el que me di cuenta de que el sacrificio valió la pena; que cada momento en el que no visitaba la ciudad por estar entrenando o en el que no salía a cenar con mis amigos porque tenía que terminar la tarea también era un momento de enseñanza. Poco a poco, las cosas se fueron ajustando; mis tiempos se ven más claros y el premio se ve más grande. Mis calificaciones son casi perfectas, estoy más fuerte y sigo disfrutando de lo que ofrece Múnich; todo esto sin descuidar mi integridad física o mi salud mental. Todo esto sin saber que cada una de esas cosas ahora ocupa un lugar especial en mí; me hicieron mejor persona, escaladora, amiga, roomie, y nada de esto hubiera pasado sin haber apretado ese botón lleno de dudas e incertidumbre hace unos meses. Creo que mi mensaje principal es que el miedo no nos define; nos hace humanos, pero no hay que dejar que se apodere de nosotros.
Llevo 72 días a 9,600 km lejos de mi casa y he aprendido que las cosas que queremos no se obtienen en el primer momento y que hay que trabajar por ellas. He tenido mucha paciencia con el cambio de idioma; he disfrutado mucho el proceso de entrenar y escalar con gente que tiene otros estilos, descubrir nuevas amistades e inclusive postularme y ganar la presidencia de mi grupo. Descubrí que a veces está bien dejar que las cosas pasen y me di cuenta que cada una de ellas pasó porque acepté el reto y el proceso que conlleva cada una. Acepté la perfección imperfecta y el descontrol controlado; me atreví a venir a un país con un idioma diferente y a aprenderlo; me atreví a explorar el reto de escalar del otro lado del mundo; me atreví a llegar con un simple “hola” a lo desconocido, a levantar la mano y alzar mi voz.
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