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Por Sandra Romandía

La historia de los grandes imperios no termina con un estruendo, sino con un susurro de traiciones internas. No es el enemigo externo el que destruye al gigante, sino la descomposición silenciosa que empieza por las articulaciones. Ayer, en el Consejo Nacional de Morena, el susurro se escuchó claro: ausencias elocuentes, presencias incómodas y un partido que, en su hegemonía, comienza a fracturarse desde el centro del hueso.

Volvió Adán Augusto, aparecido como Lázaro político, tras un silencio de ocho días mediáticos —que en esta era son una eternidad— luego del escándalo de su ex secretario de seguridad. Llegó al consejo con un guión estudiado y con porras convenidas que intentaron arroparlo. "No estás solo", le dijeron. Pero lo estaba. Porque el verdadero poder de Morena, ese que se mueve en la trastienda, estuvo ausente. Andy López Beltrán, cerebro de la sucesión transexenal, y Ricardo Monreal, el operador de lo posible, no aparecieron.

¿Por qué no fueron? Tres hipótesis se abren como abanico frente al observador atento:

¿Fue acaso una advertencia velada para evitar que pisaran la trampa de alguna revelación incómoda? ¿Un gesto calculado para no avalar con su presencia la rehabilitación política de Adán? ¿O simplemente una instrucción presidencial para que su ausencia pesara más que cualquier voto de apoyo?

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