Por Sandra Romandía
Fabiola creyó que al fin podría cerrar el círculo del dolor. Acudió con flores y con fuerza, preparada para tener por fin los restos de su hijo Pablo, desaparecido a los 17 años. Pero en México hasta la muerte tiene suplentes: el cuerpo que le entregaron llevaba una mandíbula de un hombre de 40 años y huesos duplicados.
Me buscó apenas salió del Semefo. Su voz, entre furia y estupor, no temblaba: ardía. “No era mi hijo”, me dijo, “me hicieron venir con la funeraria, con la esperanza de por fin llevármelo a casa, y me entregaron un cuerpo mezclado”.
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El Estado le ha desaparecido a su hijo tres veces: primero, cuando fue reclutado de manera forzada por el Cártel de Jalisco Nueva Generación y llevado al Rancho Izaguirre mientras las autoridades ignoraban todas las pistas; después, cuando ya tenían su cuerpo pero lo ocultaron dos años, permitiéndole a Fabiola seguir buscándolo sola; y ahora, con la entrega de restos que no corresponden a él.
La conocí mientras escribía Teuchitlán: Testigos del horror, mi libro sobre el Rancho Izaguirre, donde su historia ocupa páginas que duelen y documentan. Pablo fue reclutado a la fuerza, engañado con la promesa de un trabajo en vacaciones. Su madre lo buscó sola durante años, cruzando despachos y fronteras estatales, hasta reconocer los tenis de su hijo en una fotografía del rancho. Esos tenis fueron su única brújula hacia la verdad. Pero la verdad en México se descompone, como el aire en una fosa.
La revictimización de Fabiola no es un error técnico: es un espejo de la podredumbre institucional. El Ministerio Público que la citó para recibir el cuerpo la trató con soberbia y desdén. Henry Nájera, el titular, se permitió decirle: “creo que fui lo suficientemente claro”. Kant habría dicho que la dignidad es aquello que no tiene precio. Pero aquí la dignidad se tasa en trámites, en protocolos rotos, en huesos intercambiables.
Cada frase burocrática se vuelve un látigo. Cada sello, una lapidación. El Estado mexicano se ha especializado en eso: en convertir la tragedia en trámite y el duelo en procedimiento.
Pablo fue uno de los muchachos desaparecidos por redes de reclutamiento forzado para ser esclavizado como sicario del crimen organizado. Su caso, que forma parte del entramado de horror del Rancho Izaguirre, muestra la maquinaria invisible que devora jóvenes y después intenta enterrar también su identidad. Ahora, la misma madre que los exhibió en su dolor más humano debe enfrentarse a un aparato que la humilla por atreverse a exigir precisión anatómica en el cadáver de su hijo.
¿Hasta qué punto puede un país acostumbrarse a la confusión de sus muertos? Camus escribió que “ningún hombre puede vivir sin sentido”, pero México vive rodeado de cadáveres sin nombre y nombres sin cuerpo. A Fabiola le cambiaron el hijo por un expediente, la verdad por una mandíbula ajena. Y la llamaron “señora”, con la cortesía impersonal de quien intenta ahogar su culpa en el protocolo.
No hay consuelo posible. Ni siquiera el derecho al descanso, ni el alivio de cerrar el ataúd con certeza. Fabiola no pidió clemencia: pidió respeto. Y el Estado, otra vez, le respondió con huesos equivocados.
En sus ojos, la indignación y el dolor coexisten como dos bestias atadas a la misma cadena. Al colgar la llamada me quedé pensando que, en este país, el cuerpo equivocado no es el que le entregaron: es el cuerpo entero de una justicia extraviada.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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