Por Sofía Guadarrama Collado
El 3 de septiembre de 2025, Beijing se convirtió en el set de una película distópica con presupuesto ilimitado. Misiles hipersónicos, drones con cara de pocos amigos, tanques que rugen como dragones y robots que parecen salidos de una secuela de Terminator circularon por la Plaza de Tiananmen, en el desfile militar más ostentoso de la historia china, para celebrar el 80º aniversario de la victoria sobre Japón, en la Segunda Guerra Mundial, también conocida como «V-Day», aunque el tono era más de «Venganza Day», al que acudieron —como grupo de mafiosos que acuden a la boda de El Padrino— 26 líderes de países donde la democracia no es una utopía sino una fantasía inalcanzable: Rusia, Corea del norte, Camboya, Vietnam, Laos, Indonesia, Malasia, Mongolia, Pakistán, Nepal, Maldivas, Kazajistán, Uzbekistán, Tayikistán, Kirguistán, Turkmenistán, Bielorrusia, Azerbaiyán, Armenia, Irán, República del Congo, Zimbabue, Serbia, Myanmar, Eslovaquia y Cuba. Casi todos acusados de corrupción, graves abusos de derechos humanos, prisiones políticas, tortura, esclavitud, asesinatos, crímenes de guerra, secuestro de menores y crímenes de lesa humanidad. Una alineación digna de una orgía diplomática que ni al mismísimo Marqués de Sade se le hubiera ocurrido.
No era una celebración: era una advertencia. El simbolismo fue claro: aquí estamos los regímenes de partido único, autoritarios, militares, dinásticos o teocráticos, somos muchos, y no nos gusta Occidente. ¿Cómo la ven?
Xi Jinping, Vladimir Putin y Kim Jong Un caminaron juntos por una alfombra roja como si fueran los tres jinetes del apocalipsis autoritario. No era una escena diplomática, era una postal de la Guerra Fría rehecha en alta definición. Xi Jinping, con tono mesiánico, habló de una «elección entre paz o guerra» y proclamó que «China es imparable». La frase, más que una declaración, fue un epitafio para el multilateralismo.
Tras el desfile, cuando aún flotaba en el aire el eco metálico de los tanques y la coreografía de los fusiles, Putin y Kim se encerraron en la solemne penumbra de la residencia estatal Diaoyutai. Allí el ruso agradeció el envío de tropas norcoreanas a Ucrania a lo que el coreano respondió que era «una deuda fraternal», hyeongje-ui bij en su lengua. No era una ocurrencia. La frase, evocaba la epopeya que salvó a su abuelo, Kim Il-Sung en aquella Guerra de Corea donde China, en gesto de hermano mayor indomable, arrojó millones de «Voluntarios del Pueblo» contra la maquinaria bélica de las Naciones Unidas, comandada por Washington. De no haber sido por esa marea humana, Corea del Norte hoy sería un puñado de demarcaciones pertenecientes a Corea del Sur.
Al invocar esa deuda, Kim no sólo le guiñó un ojo a Moscú, sino que clavaba un recordatorio punzante en el corazón de Pekín —y, de paso, en el del mundo entero: que la respiración misma de su régimen sigue siendo, desde 1950, una deuda que nunca termina de pagarse.
La escena, digna de una novela de espionaje, confirma lo que muchos temen: el eje autoritario se rearma, se organiza y se exhibe: una clara señal de realineamiento estratégico contra la hegemonía occidental.
Miguel Díaz-Canel, fue el único gobernante de América Latina presente, y aunque podría parecer un enano junto a estos titanes, su papel no fue decorativo, sigue siendo indispensable para el desmantelamiento de las democracias en Latinoamérica.
Por lo mismo, se encendieron las alarmas en Estados Unidos. Donald Trump, fiel a su estilo, hizo lo que mejor sabe hacer: incendiar las redes y acusó a los líderes de «conspirar contra Estados Unidos» y publicó un mensaje en Truth Social que mezcla sarcasmo y paranoia: «Please give my warmest regards to Vladimir Putin, and Kim Jong Un, as you conspire against The United States of America».
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