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Por Tika Azcurra
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Las Vegas, 1999; Costa Rica, 1999 y 2003;

Palm Beach, 2004

Viajar por negocios es una plataforma segura para volverse todavía un poco más snob. Durante algunos años, tuve un trabajo que muchos describirían como soñado: como organizadora de eventos y congresos, me pagaban por hacer viajes de inspección y eso implicaba el “sacrificio” de hospedarme en hoteles y resorts de lujo, en sitios paradisíacos para disfrutar y evaluar todos sus servicios —cinco estrellas— y definir si era el lugar apropiado para nuestro cliente interno.

En estos menesteres, pasé varios años recorriendo el continente americano, las playas del Caribe y las costas del Pacífico central. Debo decir que, por algún tiempo, esto fue como vivir mi propio cuento de hadas, pero sin príncipe porque viajaba sola y el marco era exclusivamente de trabajo. Amén de la vocecita interna que repetía: “esto no es tu vida, no es real” para que no se me ocurriera confundir el trabajo con la persona. ¡Gran consejo!

Algunos sitios son, hasta hoy, difíciles de olvidar. Aunque, con toda honestidad, los hoteles de cadena son iguales en todo el mundo. Lo que los distingue y hace más espectaculares a unos que a otros, es el entorno natural. No es lo mismo una propiedad en plena ciudad que una enclavada en Key West, las playas del Atlántico Norte, Palm Beach, o sobre el Pacífico, en Centroamérica.

Acá van algunos al tope de la lista:

Punta Islita puede engañar con su nombre modesto porque es un hotel boutique en la península de Papagayos en Costa Rica. Difícil olvidar sus bungalows con jacuzzi exterior privado, sobre la ladera de la montaña mirando al oeste, ahí donde la montaña y la selva se sumergen en el mar. Ni su pileta de mirada infinita al Pacífico. Uno de esos lugares en los que todo el tiempo me repetía: no-es-un-lugar-para-estar-solo y me prometí regresar para disfrutar como Dios manda: de a dos, con trago favorito y mirada perdida en un atardecer en el que el cielo te regala todos los tonos del naranja al azul noche, pasando por gamas de lila, borgoña, violetas y cinza.

Las Vegas no es sólo casinos y el descontrol de las películas. Estuve dos veces, y para quién sabe mirar, es un oasis de hoteles grandilocuentes y majestuosos que dan paso a un escenario falso e invitan a montarse en la mejor aventura. The Strip, The Venetian y Bellagio están entre mis tres mejores recuerdos.

The Venetian impacta por la réplica en el nivel M1 de la plaza San Marcos con su reloj, sus puestos de souvenirs de máscaras venecianas y, por supuesto, los canales con puente de los suspiros, góndolas y gondoleros. Lo más impresionante es que la puesta escenográfica incluye una iluminación que acompaña el cielo falso desde el amanecer hasta la noche estrellada.

El Bellagio es uno de los mayores atractivos de Las Vegas, junto a los casinos y las máquinas tragamonedas. Una visita al lobby es una de las actividades recomendadas en todas las guías de viajes, y algo difícil de olvidar por su cielorraso que replica un jardín colgante de flores amarillas, rojas, violetas, verdes y azules realizadas en vidrio soplado a mano por el artista Dale Chihuly. Lo ideal es ir cerca del anochecer para poder asistir, después, al espectáculo de aguas danzantes. Un despilfarro para los sentidos.

Viajar para elegir hoteles puede sonar como una frivolidad profesional, pero en realidad es una forma intensa de observar cómo el lujo, el artificio y la naturaleza se combinan para crear memorias imborrables. Ser catadora de experiencias —aunque laborales— me enseñó que incluso en escenarios pensados para el placer ajeno, una puede encontrar instantes propios de asombro, belleza y deseo. Porque al final, más allá del mármol pulido, los atardeceres perfectos o las góndolas artificiales, lo que queda es eso que no aparece en los folletos: el anhelo de volver, esta vez sin agenda, para perderse —al fin— en el viaje.


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