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Por Vanessa Gamez* 

Ana Amelí, joven alegre, amorosa y noble. Como todo artista, era sensible, inocente, llena de sueños… sueños de un mundo bueno, de paz, de Amor.

Así era Amelí: disfrutaba de la naturaleza, se detenía a contemplar el lugar, a reconocer los olores, los colores, la fauna, la flora.

Me resulta difícil recordar su rostro feliz y sereno sin que se me llenen los ojos de lágrimas. Todo me remite a aquella madrugada del 13 de julio.

Aproximadamente a la 1:30 de la mañana del domingo, sonó mi celular. Era Leonardo, mi hijo. Con voz entrecortada me saludó y me dijo que su hermanita estaba perdida, que no había llegado a casa esa noche.

Mi corazón y mi mundo se detuvieron por unos segundos. No entendía lo que me estaba diciendo.

—¿Cómo que no está? ¿A dónde fue? ¿Qué pasó?— pregunté sin comprender.

Lejos, solo alcancé a escuchar:

—El Ajusco… y no regresó a casa.

Leonardo trató de explicarme brevemente: “Vamos a regresar a buscarla, espérame mamá, te llamo en un ratito”. Y colgó.

Sentí que el corazón se me paralizaba. El silencio de la madrugada se convirtió en un eco que me lanzó a un pánico desconocido.

Al poco tiempo volvió a llamar para decirme que ya iban a buscarla “con un chingo de policías”.

Desde ese momento no pude volver a dormir. Mi cabeza se llenó de preguntas, mi corazón latía con fuerza desbordada, mis piernas temblaban con ganas de salir corriendo a buscarla. La desesperación por saber se apoderó de todo mi ser.

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