Por Vivian Hunter
Desde la última entrega, el 007 Late cambió la arena caliente por un colchón inflable en el cuarto de juegos de unos niños gringos en su país. Ya no vende cervezas en la playa mexicana –se le venció el permiso de trabajo– pero sigue enviando mensajes como si estuviera en una misión secreta: seducir con palabras y sin papeles.
Ahora da clases de español a los hijos de un amigo y vive con ellos, repito. Ni casa, ni permiso para trabajar, ni perspectivas. Pero mensajes, ¡ah, qué mensajes!
Desde que cruzó la frontera de regreso, no ha dejado de escribirme. Cada noche, como si me espiara desde su dispositivo camuflado, llega un texto que dice algo como: “Nos quedaremos juntos abrazados esperando el momento en que podamos hablar, decirnos gracias y preguntar qué más puedo hacer por ti.”
Eso, amigas, eso sí es sexting. Nada de fotos mal encuadradas ni frases vulgares con emojis de berenjena. Esto es lírica emocional, calentura con cortesía. Soy una mujer tan educada que me prende que me digan “por favor” y “gracias”; así de sofisticado está el asunto.
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