A las 12:25 pm del 9 de octubre de 2020 llamé al 911 para solicitar una ambulancia. La persona que me contestó me dijo que primero enviarían a un par de patrullas. Le pedí que empezara por la ambulancia: “junto a las patrullas o acompañada de quien quieras”. Me daba igual, yo necesitaba —en ese instante— la ambulancia antes que cualquier otra cosa. La situación lo ameritaba, era urgente llegar al hospital.
Llegó a los tres minutos; y sí, la patrulla, dos minutos después.
Subí a la ambulancia y tuve un par de minutos de lucidez antes de vivir el peor de mis miedos… pero esa es otra historia. Escribo esto, en este día, porque lo que vi conscientemente en ese corto tiempo, se quedó en mi cabeza durante un año: la ambulancia a la que subí al amor de mi vida, estaba prácticamente vacía.
“Agárrate bien del tubo que está a un lado de la puerta”, me dijo el paramédico. Cerró la puerta y comenzaron esos segundos en donde no sabes dónde poner la mirada. La mía se fue a las paredes, en las que se supone que debería estar el equipo médico, el material de curación, los instrumentos y todo aquello que sirve para salvar una vida, al menos durante el viaje al hospital más cercano.
Íbamos a toda velocidad sobre Rio Churubusco. Me pidieron ayuda para canalizar a Charlie, porque de alguna manera, se estaba resistiendo. “Mi amor, aquí estoy, estás bien, estarás mejor, ayúdanos”. Y sí, nos ayudó. Vi que el suero estaba incompleto, eso sí, la aguja de canalización y la manguera (seguro tiene otro nombre) venían selladas. El riesgo no era alto, quiero pensar, aunque en realidad en ese momento no piensas y solo aceptas lo que hay.
Llegamos al hospital, y mientras yo realizaba los trámites administrativos, el paramédico encargado del caso de Charlie se acercó para avisarme que concluiría el servicio porque ya estaba en manos de los especialistas. Le agradecí, mientras buscaba en mi pantalón algo de efectivo que sabía que tenía en el bolsillo. Se negó a recibirlo, y entonces, con la mano aún extendida, le pedí que comprara algo que hiciera falta en la ambulancia. Lo aceptó sin pensarlo.
Nunca supe su nombre y lo demás no es parte de esta historia.
Hoy se cumple un año de aquella llamada, y durante los últimos dos meses el tema ha estado en mi mente. Recurrí a amigos médicos que me ayudaron a llegar a paramédicos del ERUM. Logré hablar con tres esta semana. Lo que vi ese día, lamentablemente es cierto. En México, todo puede ir siempre mucho más allá de lo que nuestros ojos ven a simple vista.
Los paramédicos deben comprar sus propios instrumentos y, a veces, las medicinas que les proveen a los pacientes que solicitan el servicio de emergencia. El equipo médico es otro tema.
En lo que coinciden los tres paramédicos es en que el gobierno les dota de ambulancias completas, pero “los jefes” guardan esos aparatos. Solamente las arman cuando toca una revisión por parte de la Secretaría de Seguridad Pública, después, se repite la historia. Los que padecen la falta de instrumentos, medicamentos y material de protección son los paramédicos y los pacientes.
Decidí escribir esto, porque después de mi experiencia, me quedó muy clara una cosa: todos, absolutamente todos, podemos necesitar este servicio del gobierno. Y algunos podrán decirme, “yo no”, pero en realidad cuando estás en el minuto cero, en el clímax de una emergencia, es cuando tomas la decisión de llamar al 911 porque es lo único que se te ocurre en un momento de estrés absoluto.
Y entonces, tu vida o la del amor de tu vida, queda en manos de una ambulancia que carece de equipo y material; aunque por fuera se vea muy bonita. Este texto es una reflexión que tuvo la confirmación de tres paramédicos del ERUM, que me pidieron confidencialidad por miedo a represalias, pero que hacen un llamado a que las autoridades hagan revisiones sorpresa y dejen de proteger a “los de arriba”.
Un viaje en ambulancia le puede tocar a cualquiera. Suerte.
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