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Por Tika Azcurra

Bangkok, 2001

El auge de la televisión digital con su oferta de cientos de opciones se parece mucho a una tarde de paseo mirando vidrieras en cualquier lugar. Uno pone ojos de perrito mojado e inconscientemente engrosa una lista no escrita de deseos. Los programas de cocina del mundo combinan dos placeres difíciles de rechazar: descubrir nuevos horizontes y embriagar el paladar con sabores gourmet. Así, de la mano de Anthony Bourdain, un día llegué a Bangkok, Tailandia, con la única idea de visitar los mercados flotantes.

Desde Singapur, Bangkok está a poco menos de dos horas de vuelo y me pareció una buena idea explorar qué tenía para ofrecer el Lejano Oriente. Para mis conocidos, la idea no pareció tan buena y me preguntaban, una y otra vez, si iría sola a Bangkok. Es que esta ciudad no es la versión “parque de diversiones” que ofrece Singapur, sino Asia-de-ver-dad.

Con tanta recomendación, no recuerdo otro momento en el que haya estado tan alerta como ese fin de semana en Tailandia. Armé una valija mínima y compré un libro de viajes que me ilustrara algo de aquello con lo que me iba a encontrar al aterrizar.

Bangkok es un lugar ideal para comprar sedas, esmeraldas y especias. Está rodeada de canales y de sendas para elefantes, un animal sagrado al que veneran tanto o más que a los budas. En medio de una ciudad de tráfico endemoniado, en cada esquina hay una pequeña pagoda o altar, con réplicas minúsculas de Buda. En estos sitios los tailandeses rezan y dejan ofrendas en cualquier momento del día.

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