Leer las calabazas

Sé que suena excesivo o un simple pretexto para tener de qué escribir en esta columna que por decisión personal resolví hacerla en torno al fenómeno de la lectura más que de los libros, de los leyentes más que de los escritores.

Leer las calabazas
Edmée Pardo

Por Edmée Pardo

Las calabazas son mi verdura favorita. Lo descubrí cuando se amplió el mundo que las condenaba a un trozo amorfo y guango que flotaba sobre un consomé de pollo. Crocantes, con su jaspeado verde y amarillo, en formato redondo u oval me parecen deliciosas con un poco de sal; crudas en rebanadas delgadas en una ensalada, o ralladas como base de otros vegetales, son fuente de gozo. Eso sucede 10 meses al año, pero cuando llega el otoño y se aparecen la calabaza de castilla (anaranjada y redonda), la calabaza mantequilla (color beige, en forma de cacahuate), la calabaza espagueti (amarilla limón), la calabaza criolla (verde, pequeña, que se parece a la de castilla), la calabaza patisson (aplanada, redonda con olanes) y las calabazas de fantasía (caprichosas en textura, forma y colorido) empiezo a salivar. Las imagino fritas, cocidas, asadas, dulces, en bebidas frappé, combinadas con harina, rellenas, en sopa, en bollería… son preciosas y sabrosísimas. Pero cuál fue mi sorpresa cuando supe que esta maravilla de alimentación culinaria también se puede leer.